Pero un día, cuando Kyung-so estaba terminando sus estudios y a punto de empezar a trabajar, conoció a un hombre que usaba la palabra «Hananim» de otra manera: «De entre todos los rostros de Corea, me pareció que el suyo era muy amable. Aunque era mucho mayor que yo, me trató con bondad, como a un amigo. Cada vez que quedábamos para hablar, sacaba la palabra Hananim en la conversación». Al principio no sabía de qué estaba hablando: «Cuando llovía, él decía: Hananim nos está dando lluvia». Yo le decía: "la lluvia cae del cielo, ¿por qué iba a darla Hananim? La lluvia proviene del cielo"».
Él contestaba: «No, Hananim provee la lluvia». Él separaba el concepto de “los cielos” de “Hananim”, entonces le pregunté qué significaba “Hananim”. Así es como empezamos a comentar sobre Dios la primera vez que nos conocimos. Después. Hablábamos de Dios cada vez que quedábamos».
«Hablábamos de Dios cada vez que quedábamos».
Aunque al principio Kyung-so no lo sabía, ese hombre era un cristiano clandestino norcoreano. Conforme su amistad se afianzaba, este creyente continuó explicándole el Evangelio a Kyung-so, pero tenían que ser discretos y mantener las conversaciones sobre Dios solamente para cuando no pudieran oírlos. «Escuché de Dios y del Evangelio, sobre todo en las montañas», dice Kyung-so. Él sabía que lo que su nuevo amigo estaba haciendo era ilegal y peligroso, y que las consecuencias serían graves si lo descubrían.
«Su familia era grande y yo sabía muy bien que los arrastrarían a prisión a todos. La vida de una persona estaba en mis manos. De haber creído en el gobierno norcoreano, una solución rápida y sin riesgo habría sido denunciarlo a cambio de una recompensa».
Pero Kyung-so tenía poca fe en el gobierno de su país después de haber visto la contradicción entre los mensajes de propaganda que difundían las autoridades y la realidad del día a día en Corea del Norte. Había vivido la intensa hambruna de los años 90 y conocido a mucha gente que murió de hambre. «Por eso no lo denuncié, sino que escuchaba el Evangelio y debatía con mi amigo».
A Kyung-so también le conmovió la forma en que este cristiano estaba dispuesto a arriesgar su vida para hablarle de la fe. «Él había puesto su vida en mis manos y eso me emocionó. Lo tomé como algo preciado».
Finalmente, tras debatir mucho con su amigo, Kyung-so se decidió a seguir a Jesús. Sabía que era peligroso: «Conocía a tres personas ejecutadas por predicar el Evangelio. Creer en Jesús podría haber significado mi fin». Pero decidió que el riesgo de seguir a Jesús merecía la pena. Con el tiempo, su mujer y su hijo también se convirtieron.
Kyung-so cuenta: «acabé viviendo como parte de la iglesia clandestina, participando en difundir la Palabra. Cada vez tenía más contacto con otros cristianos, quedaba con ellos continuamente y pasábamos tiempo juntos». Pero al final, la fe de Kyung-so fue descubierta: «El gobierno norcoreano se dio cuenta de que creía en Jesucristo, me arrestaron».
«El gobierno procuró eliminar a todos los creyentes que yo conocía. Me presionaron y casi acaban conmigo tratando de averiguar lo que sabía. Mis hermanos creyentes y yo ya nos habíamos encomendado los unos a los otros, ellos habían puesto su vida en mis manos y yo en las suyas. En prisión tampoco revelé ninguna información».
Kyung-so pagó caro el mantener el secreto, y fue gravemente herido durante su encarcelamiento. Después de un tiempo, su mujer y él fueron a un juicio público conocido como «el Tribunal del Pueblo». Kyung-so cuenta: «el Tribunal del Pueblo es siniestro. Si hubieran acordado llevarnos ante un pelotón de fusilamiento y alguien en pie hubiera gritado “¡han traicionado al pueblo, fusiladlos!”, lo habrían hecho».
«Mis hermanos creyentes y yo ya nos habíamos encomendado los unos a los otros. Nadie gritó nada parecido en el juicio. No seríamos fusilados ni encarcelados, tan solo nos quitarían nuestro hogar, nuestras propiedades y nos deportarían».
«Los cristianos norcoreanos son como los tocones de fe de los árboles que nuestro Señor ha mantenido».
Kyung-so y su familia fueron deportados a las montañas, lo cual no era un castigo ligero. «Cuando perdí mi hogar, pensé que el plan de Dios no era que yo viviera en Corea del Norte, sino que quería usarme para difundir al mundo el mensaje de los cristianos perseguidos. Cuando acepté la respuesta de Dios a mi oración, decidí escaparme del país».
Al final, Kyung-So logró escapar a China y consiguió llegar a Corea del Sur, donde vive hoy con su familia. Nos pide que apoyemos a la iglesia en Corea del Norte: «Los cristianos norcoreanos son como los tocones de fe de los árboles que nuestro Señor ha mantenido».