Nuestra hermana Rosario asistía a la iglesia, y no tenía ningún asunto pendiente con la comunidad, pero siempre sufría represalias de sus vecinos, sólo por su fe. Incluso el derecho al agua se les niega a los cristianos que viven allí.
Brígido, su pastor, una vez construyó una conexión de agua para su casa. Al saber de esto un grupo de personas fueron hasta allí para destruirla, alegando que no había contribuido con el pago de una fiesta católica que se había celebrado. Después de su casa, fueron a cada una de las casas de los cristianos evangélicos desconectando el agua y la luz, incluyendo la de Brígido.
Unos días después de esto, Rosario se despertó a las seis de la mañana con el sonido de las bocinas. Imaginó que habían arrestado a algunos de los cristianos y aunque no quería salir de casa, necesitaba hacerlo. Desayunó con sus hijos y les dijo que iría al mercado a hacer la compra y volvería. Sin embargo, algo en su interior le decía que no volvería.
En ese momento llamó a sus dos hijos mayores, Ezequiel y Rosi, y les dijo que, si no volvía en 30 minutos, debían tomar el dinero que estaba guardado en casa y escapar a la casa de una hermana de la iglesia.
Rosario se fue. Cuando llegó a la esquina de su casa, un grupo de personas se acercó a ella diciéndole que los acompañara. A pesar de que Rosario dijo que se marcharía, la agarraron del brazo y la llevaron al calabozo, donde la arrojaron a una habitación oscura, sucia y fría, sin ninguna razón o explicación. "El único crimen que cometí fue conocer a Dios y servir a Dios. Fue el crimen por el que, según ellos, fui arrestada en el calabozo", dijo Rosario.
A pesar de estar preocupada por sus hijos, ella confesó: "Sé que tengo un Dios, y sé que Él no me abandonará, ni a mí, ni a mis hijos. Mi confianza está en Él, y en esos momentos de aflicción es cuando más debemos confiar en Él". Además de Rosario, otros cristianos fueron encarcelados en otras celdas, en condiciones precarias.
Pasaron tres días hasta que Rosario pudo salir de allí. Fue entonces cuando supo lo que les pasó a sus hijos: Rosi y Ezequiel salieron de la casa a escondidas y se fueron a la casa de su tía, donde se quedaron. No podían salir ni jugar. Aun ni cuando el hijo menor de Rosario se enfermó, pudieron ir a la farmacia a comprar medicamentos. Cuando miraban por la ventana, veían gente armada con palos. "No podíamos salir y, para ocultar la luz, pusimos chaquetas y mantas muy gruesas en las ventanas para que la gente de fuera no pudiera ver", dijo Rosi.
Las autoridades locales hicieron que Rosario firmara un documento que decía que quería dejar el pueblo por iniciativa propia, lo cual no era cierto. Le dieron dos días para que se llevara todo y se fuera de la ciudad. Ella y su familia se mudaron a otra ciudad, donde ahora viven sin sufrir persecución.
Este es el precio que muchos de nuestros hermanos tienen que pagar al mantenerse firmes en su fe. Ser encarcelados, golpeados o desplazados a otros lugares por el “crimen” de creer y servir a Dios. Un “crimen” que sin embargo les ofrece la verdadera paz interior de la que sus perseguidores carecen. Un “crimen” que cada día les hace más fuertes en su decisión de amar a Cristo y sufrir por Él.